No fue la música, ni una voz
conocida, sino la noche fría y ventosa la que le trajo unas palabras: “Ten cuidado, el mal te acecha”. Encogido
por el miedo, se dejó inundar por la incertidumbre; notaba como crecía en su
interior una oscuridad que lo asfixiaba.
- ¡No! No la escuches. Le ordenaba otra voz más potente, más segura. No
dejes caer ese cuchillo.
- El mal te
acecha, repetía esa otra voz anunciadora.
- Atrévete, es
sólo un momento, luego llega la felicidad.
- El mal te
acecha… ¡Apártate!
¿A quién entregarse? ¿A la
indiferencia o a la opresión del aviso fatídico? La respiración se agotaba,
sentía, es decir, no sentía como el aire era expulsado por sus pulmones. Entre
tanta orden, escuchaba el eco disperso de su cerebro, un goteo insensato de
sonidos que no llegaba a entender: sal corriendo, grita, deja lo que tienes en
la mano, pide ayuda, avisa.
- ¡Atrévete!
- El mal te
acecha…
- No, no, no.
El cuchillo en su mano, su corazón como diana, un
vacío negro asesino, ni tan siquiera la luz de una vela que alumbrara la
negrura… Una ventana donde un rayo de luz dibujaba una tímida línea, entonces
recordó que su imaginación podía inventar también el día, la luz, la música y
se acercó al cajón del mueble, dos pequeñas pilas alcalinas aparecieron que con
manos temblorosas colocó en el antiguo transistor heredado; al instante hizo salir de su escondite “la
felicidad”, notas musicales que bailaban en círculos lo abrazaron. Sonrió. Ellas le protegerían de ese mal que le
acechaba y tranquilamente comenzó a escribir en su partitura. 5/02/2014
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