“Café
para todos los gustos” era el reclamo del local. El sitio ideal donde la
soledad se reúne en la tarde de los domingos para maquillarla con los aromas
intensos que visten y desvisten los pensamientos y poder negociar con ellos.
Grande,
espacioso, con dos entradas que dan a la Plaza Mayor; con un suelo enlosado en
dos colores, que van haciendo una
especie de crucetas que Carmen al verlas no puede resistir volver a su infancia
y seguir el viejo ritual de pisar solo las negras. Se sienta, con su bonita
sonrisa vacía de ilusión, frente al gran ventanal que muestra las pisadas rápidas e impersonales de
la gente. El camarero se acerca envuelto en un aire tímido al mismo tiempo que
misterioso.
-
¿Qué desean
tomar?
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Yo –se adelanta Javi –, quiero un café largo.
-
Uno solo con
hielo –Rafael –.
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Con leche, le
dice Micaela.
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Igual pero con
leche fría, pide María.
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Yo, yo quiero
esta vez un submarino –le indica al
camarero Jacinta –
-
Pues para mí un
caribeño. ¡Ea! Por ser tarde de domingo.
Paco hace un guiño. Está contento, esa noche
tiene una cita.
-
¿Y usted que
desea? –El camarero se dirige a Carmen con el deseo oculto tatuado en el brillo
de sus ojos. –
-
A mí uno de amor –
y todos ríen la ocurrencia. –
Hoy, domingo, 16:30 de la tarde, lluvioso y gris es el día en el que un
café se vuelve tiempo para soñar una nueva realidad escrita en sus posos.
Bonito relato! Cada uno pide lo que necesita en cada momento....ojalá fuera tan fácil!
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