Es invierno.
La oscuridad se ha encendido en la chimenea. Una desconocida brisa, azuza las
llamas; su crepitar dibuja mi sombra, de dandie gatuno, en la puerta del salón.
Pedro y Marta, están sentados en el sofá, distantes en sus pensamientos. Unas
hormigas, que se han escapado del terrario, se cuelan por el pantalón de Pedro,
le hacen cosquillas; sus compañeras, mientras tanto, recogen los restos de una
cena, mal barrida. Marta, mientras tanto, teje, como cada noche, evadiéndose de
los dolorosos recuerdos que le traen su negligencia la que provocó la muerte de
su hijo. Hay un silencio tenso, ocupado por mi mirada brillante, taladradora,
de bruja metamorfoseada que ve como una “Sombra”,
siempre al acecho, siempre vigilante, la observa
fascinada. Intento avisarle: cómo se acerca, cómo se va adhiriendo a su
espalda, diluida en contornos extraños, recovecos profundos.
–Tranquilo, Bigotes, ¿qué has visto? Me
pregunta, Marta.
Unos grandes
ovillos de colores luminosos, presiden la mesa y la “Sombra”, sin tan siquiera un color, repara en ellos.
– ¡Marta! Erizo la piel, en un intento de
frenar la escena.
Un miedo frío se hace dueño de su garganta.
Mira a Pedro, con una expresión aterrorizada, él distraído sigue jugando con el mando a
distancia y yo desde un rincón contemplo la escena, con ojos… Casi humanos.
Ahora, una hermosa crisálida preside la estancia.
Juana
Lombardo González
09/06/2014